Aprovechando el feriado, me puse a escribir una historia de aventuras en un club de lecturas. Debo advertir que cualquier parecido con la realidad que pudieseis encontrar, solo podría deberse a una coincidencia no intencionada… Me propongo ir escribiendo capítulos a medida que la inspiración se me presente. Los comentarios y sugerencias son bienvenidos! 🙂
Un saludo,
Jorge
AVENTURAS EN UN CLUB DE LECTURAS
1.- Clara
Llegué algo tarde, cuando la sesión ya se había iniciado. Entré en la sala intentando no hacer ruido y me senté en una de las pocas sillas libres en un extremo de la mesa. Una docena de personas escuchaban con atención a un tío de barba sentado al centro que hacía de moderador.
Enseguida noté su acento argentino. Hablaba de un modo pausado, pretendidamente didáctico. Pensé que, si hay algo que distingue a los argentinos, es esa locuacidad supuestamente seductora, ese tono envolvente de la que tienen tanta fama. A mí también me gustaba el acento, aunque con el tiempo descubriese que reflejaba cierta petulancia, incluso una actitud mansplaining.
En esos momentos estaba haciendo una introducción al autor de la nueva lectura, un filósofo inglés según llegué a escuchar. A pesar de tratarse de aburridos datos biográficos, sabía transmitirlos con entusiasmo, intercalando alguna pequeña bromilla de tanto en tanto que hacía reír a todo el grupo. Tenía la capacidad de transmitir positividad, algo así como confianza en las cosas… Resultaba ameno, al menos de momento.
‒¿No me digáis que no es interesante?‒ preguntó en un seudo acento español mientras me dirigía una mirada. No me conocía porque era la primera vez que asistía y se notaba que quería saber quien era.
‒Disculpadme que llegué tarde, es mi primera vez en el grupo. Mi nombre es Clara‒ En realidad hacer este comentario no venía a cuento, pero me sentí forzada por su mirada. Ahora que lo pienso, esta sería la primera vez de muchas…
‒Bienvenida Clara‒ dijo con una amplia sonrisa y continuó con su monólogo. Sentí que había pasado la prueba de admisión, que consistía en decir mi nombre, y entonces me relajé y me dispuse a escuchar con más atención.
‒El silencio de los animales es el anteúltimo libro de John Gray. Es un libro de libros, en el que cada capítulo se basa en la cita a otras obras. Un verdadero metalibro‒ Recalcó este último término como si estuviese diciendo algo importante. Me quedó claro que como buen argentino, de vez en cuando le gustaba lanzar frases y términos rebuscados con tufillo intelectual, lo que en la propia jerga argentina se conoce como chantadas. Aprendí lo que significaba el término en mi época de universidad, cuando una noche en la fiesta de fin de curso me enrollé con un argentino notablemente chanta… Me contó una película sobre unas supuestas habilidades como modelo que lo habrían llevado a ser portada en una revista masculina, tipo Man o algo así. Recuerdo que incluso me dio la referencia del número del ejemplar, supongo que para que fuese corriendo a buscarla en alguna hemeroteca, además de su número de teléfono. Por suerte, me olvidé de los dos. Me imaginé que el moderador también habría ido a muchas fiestas de universidad, y haciéndose el intelectual habría ligado con cierta facilidad. A las mujeres no nos gusta que un hombre venga a hacerse el enterado y nos “explique” de que van las cosas, pero a veces, inconscientemente, volvemos a caer una y otra vez en una suerte de embelesamiento ante los supuestos conocimientos de los que muchos hombres hacen gala cuando pretenden impresionar. Al moderador se lo vería muy cómodo en la actitud mansplaining, y aunque eso me molestaba, también me daba cierta curiosidad.
‒Antes de comenzar con la lectura, propongo que hagamos una ronda de presentaciones diciendo vuestros nombres y de donde venís, ya que hay algunas caras nuevas. ‒ Al terminar la frase fijó sus ojos en mi ‒ Comenzando por ti, Clara, nos falta saber desde dónde vienes. ‒ Me lo temía…
‒Vengo desde la capital. Me enteré del club a través de internet y me pareció interesante.
‒¡Desde la capital! ¡Eso sí que tiene mérito! ‒ dijo el moderador haciendo el ademán de aplaudir mientras alzaba las cejas. Comencé a darme cuenta que era bastante exagerado y un punto falso.
La gente se fue presentando una a una hasta dar vuelta a toda la mesa. Éramos unos quince, calculé, la mayoría vecinos del pueblo de la biblioteca menos yo. Gente bastante mayor, por cierto, lo que me hizo sentir casi como una jovencita. Retuve muy pocos nombres, pensando que con el tiempo me los iría aprendiendo y conociendo a la gente. En esas, el moderador retomó la palabra y comenzó a hablar del libro.
‒ Se trata de una crítica a la idea occidental de progreso, a la que Gray considera un mito de raíz cristiana. Esa idea finalista, de avance hacia la salvación, estaría detrás de nuestra fe en la ciencia y la tecnología, al punto de que hemos depositado el propio sentido de nuestras vidas en ellas ‒ ¡Justo en ese mismísimo momento me sonó el móvil que había olvidado silenciar! El moderador me echó una mirada de reprobación horrible ‒Hablando de adicción a la tecnología…‒ dijo con sorna.
Mientras revolvía en el bolso, el móvil seguía sonando cada vez con más intensidad. Todas las miradas se centraron en mí, y sentí como me subían los colores. Muy nerviosa, me levanté bruscamente para salir de la sala, y con el impulso tiré la silla al suelo que tenía el peso de mi abrigo en el respaldo. El señor que tenía al lado, se levantó para ayudarme a recoger la silla pero con tan mala fortuna que se enredó en el abrigo, trastabilló y cayó también al suelo. Ahora fui yo quién quise ayudarlo a ponerse de pie, pero era tan pesado, que al intentarlo me dio un pinzamiento en las cervicales que me dejó paralizada. El resto de la gente se arremolinó en torno a nosotros en una suerte de tumulto general y entre varios levantaron al caído. Yo, doblada como estaba, revolví como pude dentro del bolso y logré apagar el móvil, lo que generó cierto alivio en medio del caos. Sin darme cuenta, alguien acercó una silla y me ayudó para que me sentase. Yo no podía girarme por el pinzamiento, así que no sabía de quién se trataba, pero le di las gracias ‒Relajate, Clara, ya pasó todo ‒sonó un puro acento argentino‒ La próxima vez venite con el móvil apagado de casa ‒ dijo con una sonrisa. En ese momento lo odié y me convertí en asidua asistente de su club de lecturas.
CONTINUARÁ