Descripción
Sesión 1 (online) – 27 de Agosto de 2022 – Audio 1 en IVOOX: https://go.ivoox.com/rf/91635695
La vuelta al mundo en seis millones de años
Guido Barbujani y Andrea Brunelli
Alianza Editorial, 2021 (Edición original, 2018)
Debate Club de lecturas 1/2: Sábado 4 Junio 2022 – 19hrs España
Primera mitad
Debate Club de lecturas 2/2: Sábado 18 Junio 2022 – 19hrs España
Segunda mitad
Links de conexión a sesiones de debate zoom, disponibles para soci@s en sección Ágora de página de inicio de www.clubdelecturas.com.
Guía de Lectura preparada por: Enzo Fagúndez (Salto, Uruguay)
Ubicación de esta guía en la web de Club de Lecturas:
Guido Barbujani (Adria, Veneto, Italia -1955) es genetista y escritor italiano. Ha trabajado en la State University de Nueva York, en las universidades de Padua y Bolonia, y desde 1996 es catedrático de genética y genética de las poblaciones en el Departamento de Ciencias de la Vida y Biotecnología de la Universidad de Ferrara, donde ha trabajado distintos aspectos de la diversidad genética humana y de la biología evolucionista. En colaboración con Robert R. Sokal, ha sido de los primeros en desarrollar un método estadístico para confrontar datos genéticos y lingüísticos, y así reconstruir la historia evolutiva de la población humana. Mediante el estudio del ADN y de cómo están distribuidas las diferencias genéticas, ha llegado a demostrar que el concepto tradicional de raza no representa una descripción satisfactoria de la diversidad humana. Es presidente de la Asociación Italiana de Genética y editor de las revistas Human Heredity y BMC Genetics. Como escritor, ha publicado cuatro novelas y numerosos libros de ensayo, entre ellos L’invenzione delle razze (Bompiani, 2006), premio Merk Serono 2007.
Andrea Brunelli (Verona, Italia – 1980) es biólogo especializado en análisis de datos. Trabaja utilizando métodos para extraer información de fuentes genéticas, geográficas y ambientales. Durante su doctorado ha aprendido y aplicado diferentes técnicas bioinformáticas para reconstruir antiguas migraciones a partir de ADN humano y bacteriano. También ha desarrollado modelos ecológicos para estudiar el hábitat de especies en peligro de extinción.
Preparar una guía de un libro con un contenido de texto de unas 200 páginas, intentando resumir una compresión de ideas, y hacerlo comprensible: un reto propio de Esumim de la etapa actual.
La vuelta al mundo en seis millones de años, nos obliga a recorrer por éste número que podría parecer arbitrario para lectores no técnicos en el campo de la antropología, paleontología, paleoantropología, paleogenética, bioestadística, etc. ; pero sobre todo, reafirmarnos que solo son datos aceptados con los conocimientos reunidos hasta la actualidad, sin dogmatizarnos ante posibles cambios a los que la curiosidad nos ha hecho llegar como «seres humanos en movimiento», y podrían modificarse con nuevos descubrimientos.
La curiosidad y la inquietud son características que distinguen al hombre de hoy, pero también al de ayer, nos reafirmarán los autores.
Más potente aún, podrá resultar el mensaje transversal de ésta síntesis:
…«el hombre continúa respondiendo a los problemas del hambre, el clima y la oportunidad, haciendo la misma elección que sus antepasados, nuestros antepasados, han hecho durante siglos: migra a mejores lugares»…
Asumiendo el elemento común que ha trascendido los tiempos, ser los viajeros observados por un inmortal, el esumim que relata, propondremos también arbitrariamente subdividir las sesiones en dos bloques resultantes de la pura aritmética: seis capítulos en cada ocasión.
Primer Debate
Como en toda buena obra de arte, el impacto del principio debe provocarnos. Para ello, la extensión del primer “capítulo” mantendrá su extensión, y tan solo compartiremos parte de lo digitalizado del texto, para centrarnos en el debate de la primera pregunta
1. En el principio
No se sabe con exactitud cuántos años tiene Esumim. Cuando entrecierra los ojos y afirma que son 3 millones, o 6, todos sacuden la cabeza, aunque no mucho, porque al fin y al cabo tiene una edad venerable y no quieren que se ofenda; la única duda es si convendría ocultar por completo el escepticismo o manifestarlo de alguna forma cada vez que suelta una gran bola, como ocurre con frecuencia. Pero luego se pone a contar sus historias, la gente excéntrica que ha tratado, los lugares que ha visto, y, sin quererlo, uno acaba creyéndolo, aunque sea un poco. Si quisiéramos creerlo del todo, Esumim habría participado en la totalidad de las grandes migraciones de la humanidad, incluida la primera, según él, cuando estábamos en los árboles con un cerebrillo más o menos del tamaño del que tiene un chimpancé. Es difícil objetarle algo, preguntarle cómo sabe tanto de lugares en que los que no se comprende que haya podido estar. Algunas veces Esumim dice una cosa y a los cinco minutos la contraria, pero cuando se lo adviertes no hace mucho más que encogerse de hombros y decir que los datos fósiles son un lío del que nadie entiende nada. Otras veces se limita a hacer un gesto con la mano que podría significar ya lo hablaremos más tarde o lo hablaré con alguien más cualificado, porque tú no tienes ni idea; pero el momento de volver a hablarlo no llega nunca y, mientras tanto, él ya ha pasado a otra cosa y gesticula muy excitado señalándote un punto a su espalda en el que, según él, está el valle del Rift, y no hay manera de detenerlo. «Lo pasamos bien, ¿eh, chicos?», concluye siempre. Y luego entrecierra los ojos y repite:
«¡Nunca nos estábamos quietos!». Quién sabe lo que se le cruza por la cabeza en esos momentos y qué etapa de su viaje se dispone a revivir.
En el principio está la creación. Durante siglos y siglos, todo aquel que se ha preguntado sobre los orígenes de la vida y sobre la diversidad de los seres vivientes ha contado solo con mitos, o poco más. Cierto; a partir de Demócrito, muchos quieren interpretar el universo en clave materialista; disponen de cerebros brillantes, pero de escasísimos conocimientos, así que terminan por sostener opiniones muy dispares. Para Aristóteles, la tierra existe desde siempre; para Lucrecio, en cambio, debe de ser bastante joven, dado que él no conoce historias anteriores a la guerra de Troya. En radical desacuerdo con ambos, tanto los chinos del siglo I d. C. como los mayas piensan que la Tierra se destruye y se vuelve a crear cíclicamente (más o menos cada 23 millones de años según los primeros y con mayor frecuencia según los segundos). Para casi todos, el universo y los organismos que lo habitan han sido creados por una divinidad en una o en varias veces.
Pero ¿cuándo? Según el análisis del Antiguo Testamento que hace John Lightfoot, vicecanciller (es decir, rector) de la universidad de Cambridge, la Tierra se creó en el año 3938 a. C. Tres años más tarde, un prelado irlandés, James Ussher, arzobispo de Armagh, en sus Annales Veteris Testamenti, a prima mundi origine deducti, corrige y precisa las estimaciones de Lightfoot y anticipa la creación al sábado 22 de octubre del año 4004 a.
Las dos fechas, 3928 y 4004 a. C. son bastante cercanas, lo cual, en la ciencia moderna, es señal de seriedad, ya que, a partir de Galileo, un resultado es científico cuando puede reproducirse, es decir, cuando unos investigadores independientes consiguen replicarlo, naturalmente dentro de los límites del error experimental. Pero, en resumen, decenio arriba decenio abajo, la Tierra tiene en el siglo XVII poco menos de 6.000 años, lo que permite una simpática analogía con los seis días de la Creación, cada uno de los cuales, trasladados a la escala humana, correspondería precisamente a un milenio. Para quien esté interesado, Ussher sitúa el Diluvio Universal en el año 2349 a. C. Lo que nadie pone en duda es que las distintas especies de animales y plantas hayan sido creadas directamente tal y como las conocemos nosotros, una a una, ya sea en 3928 o en 4004 a. C.
Los antepasados de los antepasados
Algo cambia a principios del siglo XVIII. Carol von Linné, más conocido entre nosotros por Linneo, comienza una gigantesca obra de catalogación de animales, plantas y minerales, el Systema Naturae, del que publicará trece ediciones hasta 1793. Como todos los científicos contemporáneos de él, Linneo es un creacionista, pero introduce los criterios de clasificación que hoy son universales, sin por eso establecer relaciones evolutivas entre las distintas especies. De ese modo, los organismos empiezan a tener un nombre concreto y a quedar agrupados en familias, órdenes y clases, y se comienza a describir y a definir mejor a los seres vivos. Todo esto lleva a pensar que no se trata de que cada especie exista por su cuenta, ya que hay semejanzas evidentes, por poner un ejemplo, entre los cuadrúpedos, los anfibios o las coníferas. Pero algo se ha puesto en marcha: ahora las especies se reúnen en grupos cada vez más amplios, a los que corresponden parentescos cada vez más estrechos. Por el momento, géneros, familias, órdenes y clases no son más que etiquetas, pero pronto habrá alguien que se pregunte si no serán el resultado de un proceso que hoy llamamos evolución.
Más lejos aún llega Georges-Louis Leclerc, conde de Buffon, que estudia en plena Ilustración los tiempos necesarios para el enfriamiento de los materiales. Imaginando que en el origen fuera una masa incandescente y haciendo cálculos, propone que la Tierra tiene 75.000 años (hoy sabemos que son 4,5 millardos) y, como no se deja amilanar por el desdén con que reaccionan los que piensan que es una cifra exagerada, desarrolla la idea de una transformación progresiva de los seres vivientes:
No sería imposible que […] todos los animales del mundo nuevo fueran los mismos que los del mundo antiguo, de los cuales procederían. Se podría decir que, al haberse visto separados después por mares inmensos o tierras impracticables, todos han experimentado a lo largo del tiempo los efectos de algún clima […] y, pasado un cierto periodo de esta influencia, han cambiado.
Técnicamente, Buffon es un catastrofista, que, a diferencia de Hutton, piensa que los cambios biológicos son consecuencia de los diluvios y de otros acontecimientos atmosféricos descomunales, no de los fenómenos que actúan cotidianamente a nuestro alrededor. Pero ambos comparten una idea que poco a poco va ganando terreno: la Tierra y las criaturas vivas no han sido siempre como las vemos hoy, sino que han cambiado a lo largo de los milenios. Nadie emplea todavía el término «evolución» (lo inventará Thomas Huxley, uno de los colaboradores más combativos de Darwin, pues este último prefería hablar de «transformación» de los seres vivientes), pero ya estamos cerca. Será Lamarck quien cierre el círculo al proponer antes que otros que las especies distintas descienden, con modificaciones, de unos antepasados comunes.
Ya se ocupa Darwin De Lamarck, en los libros de texto del colegio se recordaban sobre todo los errores. Es cierto que los tuvo, pero hay que reconocerle también varias intuiciones decisivas. Pensaba, como Buffon, que la materia inanimada origina continuamente formas elementales de vida, y en eso se equivocaba. Sin embargo, fue el primero que propuso el mecanismo de formación de las especies a partir de unos antepasados comunes que luego aceptaría Darwin, y anticipó también que el ambiente guía el cambio de los organismos vivos desde las formas más simples a otras cada vez más complejas. Se equivocó al pensar que el uso y el desuso de los órganos determinaba la evolución, pues, si hubiera tenido razón, bastaría con que nos ejercitáramos en correr para transmitir a nuestros hijos unas pantorrillas musculosas. Se llama a esto herencia de caracteres adquiridos, y sabemos de sobra que el asunto no es así; en realidad, primero se producen por casualidad unas mutaciones del ADN y luego el ambiente selecciona entre los distintos individuos a aquellos que son idóneos para sobrevivir y reproducirse. Pero sin el maltratado Lamarck, Charles Darwin, que comprendió perfectamente los mecanismos que sustentan la evolución, aun sin conocer la genética o el ADN, habría tenido una vida mucho más difícil. Está luego Malthus, con su lucha por la supervivencia. En todas las especies y en todas las generaciones, escribe Malthus (y Darwin recuerda que al leerlo dio un salto en la silla), nacen más individuos de los necesarios para reemplazar a sus padres. En general, están destinados a perecer sin haberse reproducido, porque la naturaleza selecciona a unos cuantos afortunados a partir de números mucho más grandes, exactamente igual que los adiestradores de caballos y de perros eligen entre muchos individuos a los que mejor se adaptan a sus fines y los cruzan entre sí. Darwin escribe:
En octubre de 1838 […] leí por puro entretenimiento el ensayo Sobre el principio de la población, de Malthus. Puesto que yo había aprendido en mis prolongadas observaciones que animales y plantas luchan en todas partes por la supervivencia, de repente me asaltó la idea de que en esas circunstancias las variaciones favorables se habrían preservado y las desfavorables habrían terminado por ser eliminadas. Y el resultado habría sido la formación de especies nuevas.
Cuando Darwin desembarca de su viaje alrededor del mundo en el bergantín Beagle le quedan todavía cuarenta y seis años de vida. Dejará que pase exactamente la mitad antes de decidirse a llevar tu teoría a la imprenta.
El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas preferidas en la lucha por la vida. Cuesta 15 chelines y la totalidad de sus 1.250 ejemplares editados se vende en veinticuatro horas. Desde ese momento, Charles Darwin se convertirá en el centro de un debate feroz que aún no ha terminado, en el que se mezclarán interpretaciones de datos científicos y consideraciones no pertinentes de carácter religioso y social, pero lo que aquí importa es que desde el 24 de noviembre de 1859 disponemos de un marco conceptual de referencia, del que todavía, a distancia de 150 años, no podemos prescindir, y gracias al cual continuamos interpretando los nuevos datos biológicos, que aparecen ya a un ritmo endemoniado. La biología evolucionista contemporánea ha llegado mucho más lejos que el darwinismo, pero el pensamiento de Darwin constituye aún su imprescindible columna vertebral.
Cada vez más atrás Mientras tanto, las estimaciones de la edad de la Tierra se llevan cada día más atrás. A finales del siglo XIX, el físico irlandés John Joly propone conocerla calculando el tiempo que se ha necesitado para que se acumulara en los océanos la concentración de sodio que observamos hoy; entre 80 y 100 millones de años, según él. William Thomson, lord Kelvin. Kelvin retoma el planteamiento de Buffon, pero conoce la teoría de Fourier sobre la dispersión del calor y, por tanto, puede calcular mejor el tiempo que se necesita para que una esfera incandescente de las dimensiones de la Tierra se enfríe hasta formar una corteza sólida: entre 20 y 400 millones de años. A sus contemporáneos les parece una enormidad, pero todavía es poco.. En suma, Kelvin no nos convenció, pero, una vez más, su error fue fértil, porque provocó un debate que condujo a métodos más sofisticados de cálculo y, finalmente, a una estimación más creíble de la edad del planeta: 4,5 millardos de años. En esta Tierra tan vieja, las primeras formas de vida aparecen extrañamente pronto. No tenemos, y no podemos tener, estimaciones más precisas, pero los rastros más antiguos de vida bacteriana que conocemos, en Australia y en Groenlandia, se remontan al menos a 3 millardos de años. Por lo que sabemos, las primeras células con un núcleo separado del resto, es decir, las eucariotas, podrían haber aparecido hace unos 2,5 millardos de años; los primeros vertebrados y los primeros mamíferos, hace de 500 a 195 millones de años, respectivamente; hace de 140 a 65 millones de años la biosfera estaba dominada por los dinosaurios; los primates –esto es, los grandes monos, el orden al que pertenecemos– están documentados a partir de los 65 millones de años. En cuanto al hombre, su fecha de nacimiento es difícil de precisar, por la sencilla pero excelente razón de que las opiniones sobre lo que es un ser humano no coinciden. Entendámonos, nadie puede confundir de buena fe a un humano con nuestros parientes más próximos, el chimpancé y el bonobo (es decir, el chimpancé pigmeo, que desde hace algunos años se considera una especie aparte). Pero las especies distintas (explican Lamarck y Darwin) descienden con ciertas modificaciones de unos antepasados comunes, y esto vale también para los chimpancés y para los hombres. Si es así (y es así), hace unos 6 millones de años teníamos los mismos antepasados, después de lo cual nuestros caminos se separaron. Pero ¿a partir de qué momento pueden llamarse humanos los descendientes, aquellas criaturas que vagaban por las llanuras africanas con unos cerebros cada día más grandes y unas capacidades cada día más desarrolladas, como demuestran los datos arqueológicos? La respuesta no es banal, como no lo fue demostrar que el hombre ha evolucionado a partir de formas más arcaicas y, en resumidas cuentas, de antepasados no humanos. Para probarlo, bastaba con hallar restos fósiles, pero a mediados del siglo XIX nadie los había encontrado aún. La paleontología humana comienza en 1856, cuando, de una cueva de caliza situada en el valle de Neander (es decir, Neandertal o Neanderthal, vale igual con hache que sin ella) ahora un esqueleto muy raro, porque el volumen de su cráneo es semejante al nuestro, pero el cerebro que contiene debió de ser muy distinto como se deduce de la frente bajísima y del enorme desarrollo de la región occipital.
A mediados del siglo XIX no se aceptaba de ningún modo la existencia de formas humanas distintas de la presente; tanto es así que si bien se habían encontrado ya algunos fósiles parecidos en Gibraltar y en Bélgica, nadie comprendía de qué podía tratarse aquello. Después de descartar la hipótesis de que tales esqueletos pertenecieran a cretinos, a polacos o a las víctimas de unas migrañas tan terribles que, masajeándose la frente, hubieran desarrollado sobre los ojos una formación ósea de 1 cm de grosor (hipótesis que se formularon con toda seriedad), fue imposible negar que también la humanidad había evolucionado pasando a través de formas diferentes. El descubrimiento de Neandertal cierra una discusión, pero abre otra mucho mayor y más interesante: ¿qué relación guardan con nosotros esa forma humana arcaica, las muchas que se descubrieron después y las que, sin la menor duda, continuaremos descubriendo? ¿Cuántas humanidades distintas se han sucedido o incluso encontrado sobre la Tierra en tiempos pasados? ¿Qué recorridos siguieron, y cuándo, durante las migraciones que llevaron a la humanidad a dispersarse por todo el planeta? ¿Y en qué medida estos procesos, que duraron millones de años, continúan desarrollándose a nuestro alrededor, quizá con tantas diferencias que nos cuesta captar las semejanzas? Para empezar a responder hay que ir hacia atrás, muy atrás en el tiempo.
Pregunta #1
En este breve desarrollo, casi anecdotario de las interpretaciones de la historia de la evolución:
¿Podemos hacernos la idea de un paradigma evolucionista convincente?
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