Nuestra navidad comenzaba armando el arbolito. Teníamos que sacar una gran caja de cartón que se guardaba en lo alto de un armario, uno de esos sitios para guardar las cosas que se usan muy poco. Armar el arbolito era un tarea constructiva, casi de diseño. Al hacerlo, sabíamos que la navidad estaba próxima.
Hablo en plural, porque estas tareas las hacía con mi hermana. La combinación de dotes de mando de mi hermana con la diferencia de edad de los casi 4 años que me llevaba (y me sigue llevando), me convertían en una suerte de obrero a sus órdenes. A pesar de eso, quiero mucho a mi hermana, debo aclarar 😉
La navidad la celebrábamos por partida doble. Primero teníamos la cena familiar de nochebuena, que cada año se hacía en casa de una parte distinta de la familia. Un año en la de mi abuela, otro en la de mis tíos, otro en nuestra casa, otro en la de unos tíos segundos, todos de la familia de parte de madre, es decir mi parte italiana, la que se volcaba en todos los festejos y celebraciones sin excepción. La cena normalmente incluía platos singulares y sabores inesperados, en especial cuando cenábamos en lo de mi tía Susana, a la que le encantaba sorprendernos con combinaciones agridulces, novedades gastronómicas inusitadas y postres novedosos, al cual más innovador. De estas experiencias surgió la etiqueta de “postres tía Susana”, que he de decir que me encantan. Mi mamá también se esmeraba muchísimo en estas comidas, era una excelente cocinera que no escatimaba esfuerzos tanto en los platos principales como en los postres. En lo de mi abuela, los platos eran más tradicionales, normalmente pasta, luego carne (“pesceto”), y finalmente algún postre, generalmente helado y frutas.
La cena se estiraba para poder llegar a las 12, momento en el que brindábamos con sidra o champagne e inmediatamente nos poníamos a abrir los regalos. Mi tío Alberto se disfrazaba de Papá Noel en algunas ocasiones para repartir los regalos. También, generalmente a las órdenes de mi hermana Silvina, hacíamos “shows” en vivo, en los que yo, y luego también mis primas Mariela y Laura, éramos sometidos al rigor de su dirección teatral, haciéndonos actuar, cantar, recitar y demás demencias, para regocijo del resto de la familia.
Al día siguiente, teníamos un almuerzo de navidad, y nuevamente rotábamos de sitio. Este segundo encuentro tenía un carácter más distendido, comíamos las sobras de la noche anterior y no abríamos más regalos.
A diferencia de Smart Philo o Smart J, en mi caso, la navidad la asocio al calor y al inicio de las vacaciones de verano. Las clases terminaban a mediados de diciembre, y la navidad era la señal de ese momento genial en el que ya no teníamos que estudiar y el ilusionante verano recién se iniciaba. Tras la navidad, nos íbamos de vacaciones con toda la familia a la playa. La navidad era así un momento hermoso, un momento de enorme expectativa e ilusión. A pesar del paso del tiempo y de los cambios de escenario, sigo sintiendo esa sensación hoy día, eso sí, con algo más de frío.
Por cierto, todas las navidades comenzaban y terminaban por ese pasillo enorme de acceso a mi casa. Al ir a las cenas, salía corriendo por él con gran excitación. Al volver lo hacía dormido, pero según me contaban, lo hacía caminando. Una cualidad, la de caminar dormido, que con el tiempo he perdido 🙂