Al despertarme por la mañana el día de la Noche Vieja albergaba aún una pequeña esperanza que no fuesen de nuevo los libros lo que iba a encontrar debajo del árbol. No me entendáis mal, me gustaba leer, pero los libros era una de las cosas más cotidianas, de las que nunca faltaban, de las que siempre estaban por la mano, de las que no se hacían esperar. Casi todo lo demás – juguetes, ropa de colores, fruta, artículos de papelería, chocolate, aquí podría seguir enumerando y nunca acabaría la lista, todo ello estaba ausente y no formaba parte de nuestro universo, pero no así los libros. En los años 80-ta en Polonia, los libros eran nuestro pan de cada día. La lectura era nuestra escapatoria de la opresión sistémica, pero también nuestra cotidianidad.
Y en Navidad se trataba de buscar algo único, algo que sólo estaba disponible en estas fechas.
Como por ejemplo las naranjas. Las naranjas, secas, con cáscara gruesa, desechadas por los exigentes consumidores occidentales, alcanzaban el otro lado del telón de acero solo en Navidad. Y
sabían a lo exótico. Saborear un trozo con los ojos cerrados equivalía a dar una vuelta al mundo en lo que duraba en deshacerse el semidesidratado gajo. Y este aroma que desprendían al pelar las cáscaras era el olor de Navidad.
Me desperezaba e iba hacia el árbol antes de desayunar para confirmar mi sospecha- las formas regulares de los envoltorios corroboraban mi pesimismo- eran libros. Nuevos cuentos, ediciones de ilustraciones preciosas y papel de baja calidad, que iban a poner a prueba la resistencia de las estanterías de aglomerado barato. Si, nuestra casa era comparable con la biblioteca del pueblo. Olía a libros, incluso en Navidad.
Abrir los regalos con libros me alegraba moderadamente, no alegrarse hubiese sido un desagradecimiento que no me hubiese permitido ni tan solo en mi interior. Afortunadamente, el 24 de diciembre es el día más corto del año y el obligado ayuno diurno acababa al caer la noche. La cena de los 12 platos exclusivos para esta fecha se estrenaba con la primera estrella, que en estas latitudes asoma entre las tres y media y las cuatro de la tarde. Nos apresurabamos para envolver los regalos e íbamos a casa de mi abuela. Allí podía jugar con mi prima. Al ser hija única jugar con mi prima me daba una alegría enorme. Y abrir con ella los regalos, claro! Sobre todo porque en la casa de mi abuela era probable que en vez de los libros fuesen naranjas o incluso mandarinas!
Mi prima tras esta cena iba a la casa de su familia alemana, donde le esperaban regalos mejores. Este hecho me apenaba, nuestros regalos no podían estar a la altura de lo que venía del Occidente. Pero hubo una Navidad de la cual me acuerdo particularmente porque encontré debajo del árbol en la casa de mi abuela algo increíble: un par de patines de hielo. Me encantaba patinar sobre hielo! Cuando los estanques y lagos se helaban íbamos allí, algunos impacientes los pisaban antes que que la capa de hielo se hiciese lo suficientemente solída, y acababan bañados en el agua helada. Patinar sobre hielo era algo maravilloso, un baile ingravido y sin necesidad de seguir la coreografía. Me pasaba horas en el lago, con el tiempo festivo en suspensión y levitando con mis patines por encima de la superficie helada. Si, esta era la magia de Navidad! Y también lo era la mirada llena de amor de mi abuelo, un soldado de la segunda guerra mundial, hombre que en su léxico guardaba muchas metáforas militares, pero nunca hablaba de glorias, penas, ni de combates. Los detalles que contaba eran de los muñecos que hacían en sus ratos de descanso, del payaso Ivanko bailarín que nos reprodujo un día tras años de espera. Sus relatos no correspondían con los terribles testimonios de guerra que nos hacian leer en abundancia en la escuela. Mi abuelo nos hablaba de las emociones, de cuando llegó a Berlín con el ejército y no dejaba de asombrarse de lo bella que era la ciudad. ¿Como es que no le había trastocado la guerra? La calma y el carisma de mi abuelo y el crujido del hielo bajo mis patines, allí se quedó atrapado el espíritu de mi Navidad.
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